jueves, 15 de junio de 2017

LA DEUDA QUE ES UN REGALO. Hernán Antonio Bermúdez



“…el guazalo, al que los vecinos llamarían tacuacín, como si fuera un diminutivo cariñoso” 
(p. 35)

        “La poesía es menos previsible que la prosa”. 
                          Eugenio Montale


De estas Honduras mis estampas es el título que le ha dado Miguel Albero a su poemario recién publicado*, a manera de despedida del país donde ha permanecido poco más de tres años y medio como Embajador de España.

  Pero el que parte, una vez finalizada su misión, no es cualquier diplomático. Se trata, más bien, de un talentoso hombre de letras, que ha descollado en poesía, narrativa y
ensayo, y ha sabido combinar sus dotes en ambos oficios.

  Si bien advierte desde el texto introductorio que no quiere incurrir en los consabidos ejercicios literarios que sus colegas del oficio dedican a los destinos que les ha tocado en la carrera, hace de Honduras su teatro de operaciones y recorre su geografía secreta:
Que en el Sur las bondades no escasean,/ Regresa cuando quieras a probarlas,/ Y, hasta esa vuelta feliz y muy cercana,/ Que el calor de esta tierra te acompañe. (p. 62)

  Así, el lector se deja guiar por el poeta desde Amapala (Amapala,/ No seas tan ingrata y ámame –p. 17) y Choluteca,  con escalas en Tegucigalpa (La Tigra y El Hatillo incluidos), la granja Elia (en Siguatepeque), Comayagua, Santa Rosa, Gracias y Copán, hasta San Pedro Sula, Trujillo, Guanaja y Roatán, sin dejar de lado a Lancetilla.

  Aparte está la celebración de las especialidades gastronómicas, tamal, nacatamal, montuca (p. 75), el chanchito crujiente y muy rosado/ y el café con Timochenko bien cargado (p. 54) amén de rosquillas, raspados y chicharrones, el señalamiento de modismos locales, verbigracia el “Fíjese que…”,  “¿Y entonces?”, “Ni quiera Dios”, junto al “vaya pues”, y la detección de gestos peculiares como el señalamiento con los labios ( “Para señalar mis labios bastan”).

  Las asignaciones literarias que el propio autor se impuso de dejar plasmadas sus “estampas”, hacen que tópicos o enfoques antes inimaginables sean, de pronto, admisibles. Y no sólo eso sino que resulten, además, afortunadas.  Así, el lector tiene la sensación de que las palabras se han coludido para encontrar su propio arreglo, con el placer concomitante de toparse con un vocablo calzado a la perfección: Anacahuite, samán, árbol de lluvia,/ Muchos nombres y un tronco solo,/ Bajo tu manto escondes mil rosquillas,/ Juegan los niños, charlan los mayores,/ Invades la plaza de verde y alegría. (p. 15)

  Incorruptible en su frescura, Albero deslíe sus acechos a lugares, hechos y ocurrencias con absoluta maestría técnica y libertad. Es más, se podría decir del libro aquello de que “crea el gusto mediante el cual puede ser apreciado”.

  Pero más que elegías a localidades (No cuentes forastero mi secreto,/ No digas a nadie que aquí reside el paraíso, -p. 51) se asiste a la elegía de estar vivos, al gozo de vivir en este mundo: Nadie se detiene, todos siguen,/ En permanente giro sobre un eje,/ Dando vueltas y vueltas a esa plaza,/ Y con ella al día, a la semana, al mes, / al tiempo, a nuestras vidas. (p. 28)

  La vida, como suele decirse, convierte el tiempo en memoria. Así, Roatán le hace decir a Miguel Albero:

Y llegas a pensar que el tiempo
Como el agua se detiene,
A pensar en quedarte para siempre,
En dejar que el tiempo te arrope
Y se te olvide, en dejarte ir,
En dejarte, en suma. (p. 29)

  Las exploraciones poéticas del autor alrededor de “lo nuestro” abren vías novedosas para indagar en el mundo en que vivimos, desde una visión no por “distanciada” menos perceptiva y eficaz.

  El trabajo sobre el lomo del lenguaje –merced a su destreza y soltura- le permite al poeta pulsar notas que hacen mella y terminan por conmover al lector de la comarca: el texto le “salta” encima por su belleza, perdurabilidad y poder sugestivo. Baste, finalmente, citar sus líneas dedicadas a El Hatillo, cuyo aire de bosque no tropical (p. 44), le lleva a decir que En diciembre, cuando llega la Navidad/ Al Hatillo y hace frío, los pinos se visten/ De fiesta, la niebla se espesa como una salsa (p. 45).

  ¿Visión de ensueño sobre Honduras? Quizás. Ya nos anunció en el proemio lo que se propuso. Así, esa mencionada “deuda” con el país se convierte en un regalo espléndido y en una obra del todo lograda.
                      Tegucigalpa, 15 de junio de 2017


*La edición artesanal, en tapa dura, del libro estuvo a cargo de ManoNostra, y es digna de encomio.

domingo, 11 de junio de 2017

El debut de Ambar Morales, joven narradora hondureña.



Ilustración de Ámbar Morales

Un lector invierte una gran cantidad de su tiempo buscando escritores y escritoras que lo asombren. Cuando por fin descubre entre tantos y tantas, la emoción lo embarga. Comparte al autor/autora con sus amistades. Las amistades responden y asienten y también se asombran y va generándose una expectativa aún más grande de que los textos que han leído pertenezcan a una jovencita de 20 años, considerando que, en su país, Honduras, las escritoras escasean, pues hay quienes se deslumbran más por los jóvenes «experimentados» copistas de Bukowski. A mí en lo personal me emociona la mágica incertidumbre de descubrir a un/una artista. Y en Ambar Morales me ha más que impresionado. 

Desde hace algunos años para acá me encontraba en la tarea persistente de encontrar narrativa joven, buscando con ecuanimidad tanto narradoras como narradores, pero más inclinado, no lo niego, por encontrar escritoras. Los escritores son más fáciles de encontrar, se cuelguen el rótulo de maldito bukowskiano y hacen ruido. Y esta inclinación nació a raíz de las lecturas de las escritoras de la región, que abundan, pero en Honduras, pese a que a finales del siglo XIX y principios del XX, hubo escritoras que comandaban la narrativa. Otra pertenece a no obedecer a la demanda de eventos poéticos en bares e instituciones culturales y artísticos, los y las jóvenes invierten más su talento en poesía. 

Descubrir la narrativa de Ambar fue un acto mágico de deslumbramiento, admiración y respeto a ella y a su compromiso con las artes. Hace sólo poco más de dos años Ambar Nicté Morales (San Pedro Sula, 1997) se acreditó la octava edición del Certamen Nacional Literario Estudiantil convocado por la Sociedad Literaria de Honduras, SOLIHO, con su cuento «Búscalo en el reflejo», en el 2014. 

Ambar Morales es una joven polifacética, además de escribir, estudió música, ilustra y estudia en una Escuela de Cine al mismo tiempo que Arqueología en la Universidad de San Carlos, Guatemala.

Comenzó a leer a una edad extraordinariamente precoz, su casa era una casa de libros, lo cual heredó de su madre y padre, ambos grandes lectores, la primera también una de las escritoras más importantes de las letras centroamericanas actuales. 

Hay casi, podría aventurarme a decir, una obsesión necrológica diluida en imágenes poéticas contrastantes, muerte/ olores de cocina; pero también hay reflexión sobre la muerte que carga cada persona consigo, de tragedia sofocliana, una «sombra de color naranja rojizo» o «el resplandor naranja característico de su muerte».

Detrás de sus textos es más que evidente la lectura, por cómo procede el ritmo de las oraciones, revelando en su discurso, renglón a renglón, el laberinto prístino que va entretejiendo, capturando, a través del misterio y el delirio, que se antoja irresistible, a lectores que gusten del carácter misterioso en su claridad más elemental, articulando, en su engranaje, historias «duras» donde la moral social se entrecruza con una indagación psicológica en ámbitos familiares. El destino inevitable al que el lector ha sido invitado, lo vuelve impotente al poder intervenir en el mundo construido, como en el caso de este cuento donde el personaje principal —Mari— solo intuye la incapacidad de salvar a su hermana Julianna, lo que se convierte, en el texto, en un extraño placer en «un fin en sí mismo». Es fascinante esa crisis planteada en el cuento. 

Lo vuelve ambiguo el hecho que Julia esté «enferma» a los ojos de Mari, pero se comporte «temeraria» como ella misma lo expresa. A Mari sumémosle sus «comportamientos erráticos y ataques de ansiedad y pesadillas» de las que es presa por ver las muertes en cada persona y ver la muerte de su hermana de «color naranja». Otra lectura podría ser que Mari es dotada de cierto espiritualidad y misticismo que le permite ver las aureolas de la gente. 

Este breve diálogo condensa una explosión de emociones encontradas. Y sabe trasmitirlo como si no hubiera procedimientos estilísticos que manifiesten yerros propios de quien comienza a escribir: 

«—Ayúdame —me sonrió. 

Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde estaba. 

—¿Mari?»

Fantástico y cruel, alucinante y poético, con planteamientos morales y psicológicos, «Tortura» es un cuento que destaca por su frivolidad, horror y la cadencia de su lenguaje. Un cuento que Leonora Carrington, Patricia Highsmith, Mauspassant o Quiroga amarían, y quizás Showalter y Stubbs lo tendrían entre ceja y ceja como tuvieron la obra de Virgina Woolf, pero, sin duda, ésta, Kristeva y Toril Moi estarían más que contentas al constatar que uno de los objetivos principales de las luchas feministas, que era destruir las eternas posiciones binarias de feminidad y masculinidad, como apunta Moi sobre Woolf, en Ambar Morales lo ha hecho muy bien invirtiendo los fondos de su formación y acervo cultural. 

He aquí el cuento de Ámbar Morales:


Tortura


Tenía tres o cuatro años cuando vi por primera vez la muerte de mi hermana. Una muerte lenta, arrastrante, que la seguía por todas partes. Al principio se mantenía algo distante, unos cuantos metros detrás de ella, pero, con el tiempo, se fue acercando.

No sabía qué era una muerte hasta que mi abuela me lo contó entre los olores de su cocina, mirando a Julia desde la ventana con los ojos entrecerrados.

—¿Julia se va a morir? —le pregunté—.

—No te preocupes por eso.  

Traté de no hacerlo. Ver las muertes se volvió algo normal. Estaban en todas partes. Eran de tan diversos colores como de tamaños. Algunas seguían a sus personas muy por detrás con paso lento y acompasado, como ancianos, y otras estaban pegadas a sus espaldas, con las extremidades rodeándoles el torso, el cuello y los brazos en un abrazo fatal, asfixiándoles el rostro. Como si trataran de engullirlas, absorber sus almas. Cuando se acercaban tanto, nunca las volvía a ver.
Muchas de las muertes, en su gran mayoría, eran rápidas. No te daban el tiempo suficiente para prepararte, o salir del shock de sus primeras apariciones. Un día estaban allí, al siguiente no. Así eran la mayoría de las que miraba todos los días, tan próximas que podías sentir en el aire la tensión de lo cerca que estaba esa persona de sus últimos segundos. Otras, como las de los ancianos, eran las que se acercaban con lentitud, más cerca cada hora, cada día, segundo por segundo. Estas tampoco me gustaban. Me hacían sentir una ansiedad indescriptible.

La muerte de mi hermana era así, como la de un anciano. Lenta, lejana y muy gorda. Se movía con pasos largos e indecisos, tratando de seguirle el paso al caminar frenético y alegre de Julia, siempre un poco rezagada, en algún rincón de una habitación, observando con su forma etérea. Una náusea horrible que empezaba en mi estómago y amenazaba con manifestarse en vómito me sacudía cada vez que la observaba, así que trataba de no hacerlo. Después de tantos años viéndola, intenté ignorarla.

No entendía muy bien por qué la muerte de Julia era así. Tan lejana. O por qué después de cinco, seis, diez años, seguía allí, sin terminar totalmente su trabajo. Algunas veces se me cruzó por la mente que estaba allí sólo para torturarme. Pero sabía que algún día sucedería. Todos lo sentíamos en el aire, aunque mis padres se esforzaban por ignorarlo. Cada año, esa sombra de color naranja rojizo se acercaba cada vez más, y se volvía más grande y más gorda.

A medida que fui creciendo, y el peso del significado de la muerte de mi hermana se fue haciendo más enorme, empecé a tener ataques de pánico. Despertaba de pesadillas horribles donde mi hermana cruzaba un túnel oscuro donde yo no podía seguirla. Pensar en ese día no me dejaba respirar en las noches. Boqueaba por aire, y empezaba a llorar, imaginándome un futuro donde no estuviera.

La posibilidad de un mundo sin ella era insoportable.

Llamaba a mi abuela inconsolable, y ella llegaba a mi cuarto corriendo, dándome cobijo entre sus pechos, susurrándome palabras de consuelo en los oídos, nunca cediendo a las lágrimas, nunca mostrando pesar ni desconsuelo. Terca, inamovible, dolida. Impotente.

Trataba de ser como ella cuando me encontraba con mi hermana. Intentaba con toda la fuerza de mi ser controlarme y no dar a conocer que cada vez que pasaba a su lado, cerca de esa muerte que le respiraba en la nuca, era como si llevara mil agujas en la garganta. De lo inútil que me sentía. Practiqué incontables veces en el espejo para que mi rostro no cediera, para que mis llantos no llegarán hacia su corazón ignorante, que mi alma llena de pesar no la rodeara como la estaba rodeando su muerte.

Para cuando tenía dieciocho años, y Julia dieciséis, su grotesca muerte ya le rodeaba el cuello y el torso con sus brazos largos y pegajosos. Verla atada a mi querida hermana me daba una repugnancia enorme. Tener que soportar todos los días levantarme a las cinco de la mañana, antes que todos los de la casa, y correr a su habitación para chequear su pulso me era imposible. El suspenso me mataba. Soñaba con su muerte todas las noches, con dagas y cuchillos, pistolas y sogas, píldoras y venenos. La seguía a todas partes, lloraba cuando salía sola, dormía en su habitación para sentir su calor y asegurarme que no despertara helada en las mañanas. Mis padres se empezaron a preocupar por mi comportamiento errático, por mis ataques de pánico a la mitad del día o de la noche, por mis gritos de ansiedad y mis ojos rojos, enloquecidos. No sabía qué hacer, nadie podía ayudarme. No podía hacer nada. Aunque lo supiera, no podía hacer nada. 

Deseaba que todo aquello acabara pronto, que ya pasara mi salvación de toda esa pesadilla. Me carcomía por dentro, me dolía el corazón, no dormía, no hacía nada, nada más, no pensaba en nada más que Julianna, Julianna, Julianna.

Terminó pasando un fin de semana en la playa. Era de noche y estaba muy oscuro. En el cielo no había luna. Ella me invitó a nadar un poco antes de acostarnos, en ese momento que nuestros padres estaban dormidos, y yo accedí con gusto, con los ojos enrojecidos.

Corrimos hacia el muelle. En un lado de la bahía había una enorme pared de piedras donde las olas chocaban con violencia. El mar estaba bravo, así que decidimos no bajar a bañarnos en la playa. Sin embargo, siendo Julia tan temeraria como era, propuso ir a investigar entre las rocas. Caminamos un buen tramo entre las piedras enormes y negras mojadas cuando de improviso, ella se deslizó.

Mientras yo iba adelante, balanceándome con mis brazos, Julia cayó en lo que era una pequeña poza de agua sin hacerse daño, riéndose nerviosamente, y trató de escalar de nuevo hacia donde yo estaba. Las rocas eran muy lisas y planas, sin ningún resquicio donde sostenerse, así que no pudo salir sin ayuda. El agua de las olas iba llenando la poza poco a poco, y pronto la haría rebalsar, llevándose a Juli con ella.

—Ayúdame —me sonrió.

Yo le sonreí de vuelta, pero no me moví de donde estaba.

—¿Mari?

Observé su muerte, que ahora le tapaba la mitad de la cara y que formaba una especie de máscara naranja que se movía con sus expresiones. La observé muy detenidamente. Por un momento pensé que si salvaba a mi hermana tal vez la muerte por fin desaparecería. Jamás había visto una muerte desaparecer. Una vez que se dictaba, no podías escapar de ella.

No iba a desaparecer.

Si la ayudaba, no iba a desaparecer. Y yo seguiría viéndola por todos lados. Y seguiría sufriendo.
Me quedé allí, observando cómo el agua llenaba el pozo, hasta que la corriente se llevó a mi querida hermana al mar embravecido. Observé cómo pataleaba contra el agua, tratando de nadar, y luego como las olas la hundían hacia el fondo. Incluso allí bajo el agua, aún creía ver lo que era el resplandor naranja característico de su muerte.

Pero de seguro sólo era un reflejo.



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Ambar Morales
Nacida una mañana de enero de 1997 bajo el caluroso abrazo de San Pedro Sula, Honduras, Ambar fue acogida bajo sus padres multinacionales, la madre, peruana, el padre, guatemalteco, naciendo en un país moribundo. Desde pequeña tuvo libros que la acompañaban al sentirse una extraña en su propia tierra, al mudarse de ciudad en ciudad, y el imaginario hondureño que la acobijaba, adaptándolo a su propia manera. Así, nació su amor por la ficción, la literatura, los cuentos ocultos de Honduras, y su amor por su tierra.


Ahora reside refugiada en Guatemala, estudiando en una Escuela de Cine los fines de semanas y Arqueología en la Universidad de San Carlos los demás días. Nunca deja de escribir ni de dibujar, siempre piensa en su familia, y en su hogar en Honduras, busca emprender cada vez más proyectos, y cuidar de su gatita Nova. Le apasiona la dirección, el guión, los cuentos de ficción, cómics y novelas; sobre todo, busca contar historias que la muevan a ella y le recuerden sus raíces.

miércoles, 7 de junio de 2017

Gustavo Campos "poeta serio" o "de primera clase". Según David Craven y Sergio Ramírez


Buscando una antología que elaboramos en conjunto con poetas cubanos, en la colección “Mar por medio”, Cuarta Dimensión de la tarde (2010), encontré este viejo correo del distinguidísimo Dr. David Craven, Profesor de Historia del Arte en la Universidad Albuquerque de Nuevo México, USA, a quien conocí hace algunos años gracias al Dr. en Historia del Arte Gustavo Larach. 

David Craven, que sigás descansando en paz. Fue una espléndida e inolvidable noche la compartida en Tegucigalpa. 


En correo menciona que Gustavo Larach y él sostuvieron una conversación con el maestro Sergio Ramírez (ahora PREMIO CERVANTES 2017) cuando anduvieron en investigación de las obras de arte en época del sandinismo, y se refirió a mí como un "poeta serio". Luego el Dr. Larach expuso en El Museo de Antropología e Historia de S.P.S. lo investigado. 

sábado, 3 de junio de 2017

Antología abierta de poetas hondureñas en Revista Carátula. Gustavo Campos


He aquí el enlace para seguir leyendo:

Gustavo Campos en la Revista de Letras y Artes La Zebra



Según la Revista de Letras y Artes La Zebra

"El libro perdido de Eduardo Ilussio Hocquetot, que mereció el premio Centroamericano de Novela Corta 2016, es una obra metaliteraria e inclasificable, con muestras de un paradójico sentido de humor, como lo demuestra este maravilloso pasaje".