jueves, 1 de diciembre de 2011

La literatura como bluff. Por Julien Gracq


Puestos a decirlo todo, pocas veces se ha hablado tanto en Francia de la literatura del momento y, al mismo tiempo, nunca se ha creído tan poco en ella. Impera un hondo escepticismo tras la excitación aparatosa de los cafés literarios, de los que sospechamos a veces que, en el supuesto de que se estuvieran “orientando” de forma resuelta hacia algo, sería más que nada hacia la ingeniosa explotación del turismo internacional. [...]

Diríase que la producción literaria contemporánea presiente que tiene por delante, en algún lugar, una cita desagradable; por lo demás, se consuela por adelantado y le pone al tiempo incierto buena cara: está metida hasta el cuello en la actualidad, nos dice, la escriben para su tiempo. En cualquier caso, hay algo que, desde la Liberación, está más claro a cada año que pasa, y es que, pese a lo que afirman las escuelas y el tono cada vez más categórico de los juicios críticos, nadie, ni los escritores ni el público, sabe ya muy bien a qué carta quedarse. Una sensación de desvalimiento, de incertidumbre, de distancia entre ellos y el público va despuntando en muchos escritores, y algo así como la desagradable impresión de caminar por un tablón podrido (¿cuántos, de entre los más conocidos, considerarían hoy en día, sin que cierta angustia les oprimiera el corazón, la posibilidad de ese experimento que les proponía tiempo ha Paul Morand, la de convocar un buen día a sus fieles lectores a las ocho de la mañana en la plaza de la Concorde?). De una semana a otra, las brújulas de los críticos apuntan por turnos hacia todos los horizontes de la rosa de los vientos, vientos que dan ganas de calificar, como poco, de variables flojos. Estamos en una época que, pese la evidente plétora de talentos críticos (quizá sea ésta su marca más característica), parece más incapaz que cualquier otra para empezar a seleccionar por sí misma su propia aportación. No sabemos si hay una crisis de la literatura, pero salta a la vista que existe una crisis del criterio literario. [...]

Sucede con las convicciones literarias –no menos irracionales, bien pensado– lo mismo que con las convicciones de la fe, de la que bien saben los confesores que se marchita si se queda enclaustrada en lo recóndito del corazón. A partir del momento en que un nombre alcanza determinado grado de celebridad, a partir del momento en que la voz pública empieza a meternos por los oídos con determinada frecuencia ese nombre, las cosas empiezan a estar menos claras. Para empezar, el hecho de que me propongan, al azar de la conversación, diez veces al día un apellido o una obra “importante” de nuestros días, que en el fondo me importan un bledo, y que en todas esas ocasiones me vea obligado a una reacción más o menos fingida (porque, claro, hay que ser educado), basta con ese hecho para imponerme, a fin de cuentas y mal que me pese, cuando menos la acuciante sensación de que ese apellido o esa obra existen: algo comestible deben de tener si diez veces al día no me dejan más remedio que portarme como si me apetecieran. Desde cierto punto de vista, no deja de ser, para un escritor, síntoma de gran éxito el lograr, a fuerza de reiterar un estímulo, por muy débil que sea, que se dé en el público ese reflejo condicionado. Lo queramos o no, esa suerte de nimbo que rodea a una obra tan celebrada nos obliga a proyectar tras el vacío que abarca una especie de presencia más o menos mágica, algo incognoscible, pero prestigioso, de la misma forma que una mujer a la que admitimos no encontrarle “nada de particular”, pero que sabemos que ha inspirado grandes pasiones, nos coloca, a lo que nos parece, en un estado no de superioridad crítica, sino, más bien, de indignidad transitoria; notamos por instinto que aquel a quien le gusta algo lo ve con mayor acierto y, también de forma instintiva, damos crédito a la sinceridad de una admiración que nos resulta ajena. La incomprensión estética es humilde por esencia, y reverente; tiene mucho menos de engreimiento que de sensación oculta de una carencia, como lo demuestran los ataques, zafios en exceso, que se lanzan, al principio, contra los movimientos artísticos. Y es así como ese desfase entre la impresión que notamos y la opinión que suena por doquier redunda en nosotros lo queramos o no, en beneficio y mayor prestigio de una obra que sigue siendo algo externo a nosotros: el carácter obsesivo que tan deprisa suele adquirir tiene que ver sobre todo con los esfuerzos desordenados que hacen para ponerse en regla con ella los refractarios, que se sienten, a su pesar, como si no tuvieran razón. Por muy deliberadamente que intentemos lavarnos la vista ante lo que leemos y no tener en cuenta más que nuestros gustos auténticos, les pagamos un tributo a los nombres conocidos y a las posiciones adquiridas, del que nunca nos libramos por completo; o, cuando menos, para encarar nada más lo que nos incumbe sería menester que apartásemos con esfuerzo esos nombres tantas veces oídos que se nos vienen solos a la memoria y que no es posible rechazar sin que surja, a la postre, una sensación irracional de estar cometiendo una injusticia hacia esa candidatura perpetua. Al final, acabamos por ceder; existen, en literatura, plazas envidiables que se reparten lo mismo que esas carteras ministeriales que van a dar a manos de candidatos que no tienen más méritos para ello que el hecho de “estar siempre ahí”. Existe una carta forzada que resulta lucrativa, y una nada sonora que tiene mucho poder en el mundo de las letras, incluso sobre las mentes más claras: no hay nadie que consiga impedir del todo que se opere en la suya, aunque no sea más que en una proporción modesta, el paso hegeliano de la cantidad a la cualidad en provecho de un nombre que repiten miles de voces. La mirada que se posa en el rostro de un personaje famoso lo ve, incluso a su pesar, como cubierto del sutil barniz que toma del calor de miles de ojos que se abrasaron en él. Tengamos el valor de admitir que lo que hace que una obra “cuente”, como suele decirse, para nosotros es a veces –es también– la cantidad de votos que suma y que auguramos con excesiva docilidad basándonos en la intensidad de una campaña electoral que nunca cesa [...]